No podemos hablar sobre combate a la obesidad sin incluir una política seria de etiquetado frontal en alimentos y bebidas.
Tan importante es el tema que autoridades de la Secretaría de Salud, el SNDIF, institutos nacionales de investigación, académicos, organizaciones de consumidores y agencias Naciones Unidas como la OPS, UNICEF y FAO han publicado una serie de posturas al respecto. Todos estos actores coinciden en algo: la población mexicana necesita un sistema de etiquetado claro que les permita identificar con facilidad a los productos menos saludables; aquellos altos en grasas, sodio, calorías o azucares añadidos. Para lograr esto, se han discutido durante años, y en diferentes países, los diferentes sistemas que podrían ser implementados. Lo cierto es que, si bien existen diversos tipos de etiquetados frontales, el sistema que ha demostrado ser más efectivo para alertar a los consumidores y reducir el consumo de los productos malsanos, han sido los sellos de advertencia (octágonos que ya han sido implementados en Chile, Perú y Uruguay con resultados esperanzadores para toda la región de América Latina).
Sin embargo, en México se vive una situación muy distinta que todos los días pone en riesgo la salud de las personas y vulnera su derecho de acceder a información: el actual sistema de etiquetado de alimentos y bebidas denominado “GDA”, desarrollado por la industria de alimentos y bebidas, y utilizado originalmente como una medida de auto-regulación (ineficaz, desde luego), tiene múltiples fallas en su diseño.
De inicio, se trata de un etiquetado que orilla a las personas a utilizar operaciones matemáticas que requieren del conocimiento explícito de el valor energético de los nutrimentos críticos para ser resueltas, una hazaña prácticamente imposible para el consumidor promedio en el país. Tan complejo ha resultado este sistema, que incluso estudiantes de la licenciatura en nutrición de universidades privadas no lograron entender el contenido de los productos que portaban este etiquetado. Además, existe un segundo problema que las industrias pretenden ignorar: el criterio utilizado para expresar el contenido de azúcares se basa en un límite de 90 gramos por día, una cantidad francamente ridícula que no es apoyada por ningún organismo de salud pública que pretenda combatir el sobrepeso y la obesidad, y es que la propia Organización Mundial de la Salud ha publicado en sus lineamientos sobre ingesta de azúcar, que el límite al que deberían apegarse los países, es de 50 gramos por día. Como si esto fuera poco, se debe considerar también que ante la creciente epidemia de diabetes y sus complicaciones en México, (misma que dicho sea de paso, ocasiona más de 100,000 muertes cada año y ocupa una porción significativa del presupuesto del sistema de salud), la Academia Nacional de Medicina propone un límite de 30 gramos por día para azúcares añadidos. Esto significa que, además de que el sistema GDA se caracteriza por ser opaco, se encuentra operando con criterios nutricionales que se encuentran lejos de estar respaldados por evidencia científica desarrollada por actores libres del evidente interés comercial que rodea al etiquetado actual.
De ahí la importancia de que quienes propongan, implementen y evalúen la política en materia de etiquetado, no tengan ataduras (políticas, personales o comerciales) con los productos que portarán las etiquetas nutrimentales.
Sorprende que en pleno 2019, se sigan escuchando argumentos insostenibles para frenar esta política de etiquetado. “La solución yace en educar al consumidor” parece ser la favorita, (y no es que tenga nada de malo abogar por la orientación nutricional, pero es un hecho ignorado que los esfuerzos pedagógicos se facilitarían de contar con una presentación clara de la información). Sobre todo, debemos recordar que el problema es multifactorial y no será solucionado únicamente con consejería alimentaria, sino con una estrategia que además de incluir un etiquetado de advertencias claro, incluya otras medidas regulatorias, de mejoras en el acceso al agua y los alimentos sanos, creación de entornos propicios para la actividad física, y educación a los consumidores, basada desde luego, en teorías del cambio (¿pues quién les dijo que un sistema más claro de etiquetas está peleado con la educación, o pretende excluirla de la ecuación?).
Esta oposición, solo puede responder a dos situaciones: nexos con las industrias (lo que supondría un evidente conflicto de interés) o simple ingenuidad y desconocimiento del tema y toda la evidencia que existe detrás.
Continuar con este sistema de etiquetado confuso y rodeado de un pasado en el que la evidencia fue ignorada, es dar paso libre a que las industrias de ultraprocesados y dañinas bebidas azucaradas sigan controlando la información y la manera en la que esta se presenta a los consumidores. La gradiente de la desigualdad que existe entre los productores y los consumidores, sólo seguirá creciendo, dejando cada vez más vulnerables a los grupos de la población que más necesitan de la protección del estado.
Lo que no está a discusión es que la población mexicana tiene derecho a ser informada sobre lo que consume y necesita con urgencia reducir su consumo de productos ultraprocesados malsanos.
Sobre la autora:
Ana Larrañaga es Nutrióloga, Educadora Ambiental y Educadora en Diabetes y Consultora en Lactancia Materna. Ha trabajado con Organizaciones de la Sociedad Civil desde 2013 promoviendo políticas públicas integrales para la prevención y control de la obesidad y las enfermedades crónicas no transmisibles. Actualmente dirige la organización Salud Crítica y coordina las acciones de la Coalición ContraPESO en materia de investigación, vinculación con OSCs y monitoreo de las políticas de salud.
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